martes, 21 de mayo de 2019

AMARO EL CELÍACO.


-Habrá un ministro dando la comunión para celíacos en la fila izquierda a la fila central- señaló el sacerdote que oficiaba la misa. Amaro miró la fila para celíacos y se levantó con decisión de su silla a recibir la hostia. Al pararse, Cecilia, su madre, que estaba sentada al lado suyo, le apretó fuerte la muñeca y lo miró asintiendo. Una lágrima de emoción se derramó de uno de los ojos de la mujer.

No fue un proceso nada fácil para Amaro; asumir, aceptar y querer su condición celíaca, fue un tema de años y de mucho dolor. Desde chiquitito había señales de su tendencia. Los demás niños comían ramitas, papas fritas o merenguitos hasta llenarse en los cumpleaños de primos o compañeros de colegio y su madre notaba que Amaro era distinto.  A él no le gustaba, notaba que comía poco, que prefería las frutas. Muy de vez en cuando, obligado por su padre o la presión de sus compañeros, trataba de comer frituras, pero siempre fue a disgusto y para complacer a los demás, no estaba en su naturaleza biológica hacerlo.

Ya en la adolescencia, con las primeras fiestas y salidas nocturnas, la situación no cambiaba. Todos comiendo lomitos, hot dogs y él nada. En los veranos cuando iban a la playa era un sufrimiento acompañar a sus amigos a comerse algo para el bajón después del carrete. Y no era que le faltara ocasión de comer comida chatarra, confites, tortas, pasteles. Le llovían los alimentos con gluten, se los ofrecían siempre, pero a él no le gustaban.  Sus padres preocupados, lo llevaron una vez a un nutricionista para ver si su situación cambiaba. Tenían la esperanza de que el profesional pudiera “arreglarles a su hijo”, pero después de intentar un tratamiento, el especialista les dijo a sus padres que él había nacido así, que no iba a cambiar, que era mejor aceptarlo como era.

Amaro antes de asumirse sin embargo, se empeño mucho en cambiar para complacer a los demás y lograr ser la persona que el resto esperaba que fuera.  Mientras estudiaba en la universidad, estuvo durante dos años  en una relación de pareja con una chica llamada Jimena con la que iba todos los fines de semana a comerse un cuarto de libra con queso al McDonalds. Pero le costaba. Jugaba mucho con las papas fritas, invertía un buen rato en tomarse la bebida, mucho darle vuelta a la bandeja y llegado el momento de tener que comerse la hamburguesa, siempre había alguna excusa. “Yap amor, te las vas a comer o no”, le preguntaba Jimena. Y venia entonces la justificación para no hacerlo; que le dolía un poco la guata, que había tomado harto desayuno y no tenía hambre, que estaba apurado.  Al final Jimena, harta de tener que comer siempre sola sintiendo que no lo podía hacer junto a su compañero, le preguntó un día si le gustaban realmente las hamburguesas. Amaro le dijo sí, que obviamente le gustaban, era solo que no era tan hambriento como el resto de sus amigos, a él le daba menos hambre.


Pasó el tiempo y Amaro se fue haciendo adulto. Sus amigos y primos se empezaban a casar y lo invitaban constantemente a fiestas de matrimonio. A medida en que la gente veía que en esas fiestas él nunca comía mucho, empezaron los rumores, se empezó a sospechar de él. Que a lo mejor no le gustaba la comida, que era anoréxico, que quien sabe. Pero Amaro intentaba dar señales que ayudaran a callar esos rumores. Trataba de salir en las fotos de esos matrimonios con algún bocadillo en la mano o junto a algún plato de comida. Intentaba siempre subir fotos a face o instagram comiéndose alguna hamburguesa en algún restorán o algún pedazo de torta en algún café. Eso ayudaba un poco a calmar los rumores aunque las sospechas de todas formas nunca se iban completamente. 

Así pasó el tiempo hasta que un día Manuel, un compañero de trabajo, lo invitó después de la oficina a una comilona sin gluten que se llevaría a cabo en un lugar del centro de Santiago. Manuel era abiertamente celíaco y sospechaba que Amaro también lo era. Amaro aceptó esa invitación, por curiosidad más que por motivación de acompañar a Manuel. En la mesa central de la comilona había todo tipo de comida sin gluten. Panecillos, pasteles, galletas. Amaro coquetió primero con las galletitas, se comió algunas, después sacó  un pedazo de queque, un poco de esto, un poco del otro. No se dio cuenta cuando en cosa de minutos ya se estaba atragantando comiendo de todo. Comió como nunca antes lo había hecho. Una liberación de años de no poder comer, de no poder disfrutar, de no poder ser él mismo. Vio en esa comilona a algunos conocidos, antiguos compañeros de la universidad, incluso a un compañero de colegio. Nunca pensó encontrárselos allí. Tan normales que se veían en sus recuerdos comiendo de todo y sin embargo, eran también celíacos igual que él. 

Amaro frecuentó en varias ocasiones junto a Manuel esas comilonas y pasado un tiempo, decidió que era momento de contárselo a su familia. Sabía que no iba a ser fácil. Su madre siempre había soñado sentar a todos sus hijos y nietos a la mesa a comer frituras, dulces, cocadas. Manuel no le iba a poder dar ese gusto, y eso le iba a partir a ella el corazón. Sin embargo debía asumir su condición frente a su familia y así lo hizo. Fue un día en un almuerzo dominical:

-Amaro hijo, ¿quieres una empanada?
-No mamá gracias.
-Pero sácate una si están calentitas y bien buenas, de la mejor panadería.
-No mamá gracias. 
-Pero hijo, sácate una empanada si…
-¡No mamá!, ¡Te he dicho que no! ¡No quiero comer empanadas porque no me gustan! nunca me han gustado las empanadas y nada que tenga harina, porque soy alérgico al gluten…porque soy….
-¡Ya basta, no nos interesa escucharlo!-Intervino su padre
-¡Sí papá, sí les interesa escucharlo!…soy…¡soy celíaco!
En la mesa se generó un silencio sepulcral. Nadie se atrevía a decir nada. Cecilia lloraba y se secaba las lágrimas. Jorge, el padre de Amaro, miraba hacia el suelo. Jacinta y José, sus dos hermanos menores miraban al horizonte y de reojo a los personajes sentados a la mesa.
-Yo siempre lo supe- Intervino Jacinta. -Tengo amigos celíacos que te vieron en esas comilonas del centro.
-Y porqué nunca me lo comentaste hermana- le preguntó Amaro
-Nosé…pensé que era tu vida, y además tenías que asumirlo tu mismo
-Es culpa nuestra.- Intervino su padre suspirando y mirando hacia abajo. -Debimos haber sido mejores padres…nosé…haberte ayudado…haberte llevado más al McDonalds, a carritos de completos…a comer pizza.
-No papá, no es culpa de nadie.- Le replicó Amaro. -Yo simplemente soy así, ya lo he asumido y soy tremendamente feliz. Y no les pido que transformen de un día para otro su manera de comer, o que de aquí en adelante comamos todos sin gluten, solo les pido que me acepten así como soy. Que acepten…nosé…que no me voy a poder comer una hamburguesa, o una torta de mil hojas, o un café con medialuna, pero eso no significa que yo haya dejado de ser Amaro, el mismo Amaro que siempre han conocido, el que ustedes aman y los ama a ustedes.

La familia se emocionó, estaban todos con lágrimas en los ojos. Fue un momento bello, de aceptación, de abrazos, de una preciosa conexión y crecimiento familiar. Un momento de verdadero amor.

 Ahora estaba ahí, en la misa, frente al ministro que daba la comunión a celíacos. Porque la iglesia de ahora o al menos una parte de ella, es también una iglesia evolucionada, una iglesia que de a poco ha sido capaz de entender que los celíacos son y han sido siempre hijos de Dios. Dios lo amaba aún con su condición de celíaco, porque Dios lo había hecho así y era tremendamente feliz de que Amaro lo aceptara. Y ahora, Amaro también era tremendamente feliz de aceptarlo.

Recibió la comunión con lágrimas en los ojos. Sintió una palmadita empática del ministro de la comunión en su hombro, cerró los ojos, respiró hondo y regresó a su asiento.
   

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