domingo, 29 de septiembre de 2019

EL SICARIO







A sus 35 años, a Armando se le había ido la vida sin haberla vivido; sin trabajo, sin familia feliz con la que aparecer en el perfil de facebook o en el de whatsapp, sin pagar su línea de crédito, sin proyectos en linkedin, sin nada con lo que actualizar instagram.  Llegó siempre atrasado a todos lados y también lo hizo al tren de la prosperidad, ese que lo conduciría a poder ostentar al mundo algo de lo que sentirse orgulloso: una  ecografía, un anillo de matrimonio, una carta de aceptación de algún doctorado,  una foto con algún niño haitiano pobre. Nada. Ni siquiera pudo dar el palo al gato con esos aciertos contingentes que salvan a último minuto del fracaso; un video de youtube  donde inventara algún baile absurdo que se pusiera de moda, un cáncer al que le estuviera ganando, una salida del closet para tener varios like más que no fuera. No, no aprovechó sus oportunidades, no supo verlas, no se atrevió a dar el paso, se le acabó el tiempo, no la hizo, definitivamente no la hizo. Lo sabía y no le hallaba sentido a jugar los descuentos del partido de su vida, un partido imposible de remontar y que estaba perdiendo por goleada. 



Pero tampoco se atrevía a terminar con todo por el mismo, a silbar el pitazo final de su propia existencia. Así que contrató  un sicario para que lo hiciera. Contrató un sicario para que le diera la muerte que él no se atrevía a darse. Se llamaba Elmer, era bueno, lo buscó en la “deep web”. Era caro también, pero el asesino a sueldo encontró tan triste su historia que ni las balas le cobró aduciendo a que Armando le serviría de sparring de ensayo en algunos métodos que debía pulir para un encargo importante que tenía pronto. Armando no quería arrepentirse de su decisión así que una vez hecho el trato en un lúgubre café con piernas del centro de Santiago, le rogó a su homicida que perdieran todo contacto por más que insistiera. Le pidió encarecidamente que el crimen fuera dentro de los veinte días siguientes a la conversación sostenida en el lujurioso café. Le exigió además que fuera cuando estuviera solo, nunca con sus seres queridos, no tenía derecho a traumatizarlos. Tampoco cuando estuviera en el baño sentado en el trono o descargando sus tensiones-cosas que hacía con cierta frecuencia- pues consideraba indigno que encontraran su cadáver en esas incómodas circunstancias.


Los primeros tres días del comienzo del plazo fatal no pasó nada. Armando se sentía extrañamente aliviado como si hubiera sido tan absurdo haber acordado por encargo su propia muerte que no tuviera noción de que realmente fuera a consumarse aquel insólito hecho. Pero su alivio tenía que ver también con otra cosa, con algo aún más profundo. Podía sentir que había salido del letargo de su vida y le había dado finalmente a esta un rumbo, aunque ese rumbo fuera terminar con ella. Sentía que había hecho algo por él y para él mismo, había tomado una decisión que sin haber sido comunicada ni sometida a la aprobación de nadie, tenía para él un valor. Ya no se trataba de él para los parámetros de los demás, se trataba de su propia existencia, de haber hecho algo que tenía que ver con ella. Sentía por primera vez que tenía un sentido, se sentía un triunfador y podía sentirlo sin necesidad de que el mundo tuviera que darle galardones. Si su vida no era la que él deseaba y no veía posibilidad de que eso cambiara, la actitud valiente era la de terminar con ella en vez de estar culpando al mundo por su desgracia y esperando que la vejez o cualquier otra circunstancia lo condujeran pasivamente a la muerte. Se sentía orgulloso de sí mismo.


Curiosamente, fue este sentimiento el que por ahí por el día quinto sin que aún lo mataran, hizo que emergiera en él una sensación de reconciliación con la vida y una consiguiente angustia a la muerte que le esperaba a manos de su sicario. El día seis lo intentó contactar para cancelar el trato, pero Elmer era un profesional en su trabajo y se encontraba inubicable tal como Armando se lo había pedido. Su paranoia fue en aumento desde el día siete y las cosas se le pusieron horribles. El peligro de morir estaba en todos lados. Empezó a pasar varias horas encerrado en el baño haciendo alguna de las cosas privadas que según las cláusulas del trato lo ponían a salvo de ser eliminado, o bien simulando que las estaba haciendo. incluso a veces las hacía al mismo tiempo para asegurarse de no correr peligro.


El día nueve sin ser asesinado, decidió salir a dar vueltas por el parque cercano a su casa para tranquilizarse y pensar qué hacer. No lograba sacarse de la cabeza el miedo a morir de un segundo a otro, todo le parecía peligroso. No solo lo angustiaba el cuándo sino el cómo, no sabía el método que Elmer utilizaría. A lo mejor sería un simple balazo, pero si Armando era un “crimen de ensayo” para la muerte de un pez gordo, bien podría ser que su homicida empleara un método más sofisticado. Envenenamiento, una puñalada…una bomba. ¡Claro! ¡Una bomba! ¡Que muerte más acorde al crimen de un poderoso! ¡Elmer ensayaría con él la explosión de una bomba! De un momento a otro, todo en el parque le parecía un aparato explosivo encubierto. Veía perros bomba, organilleros bomba, niños bomba. Al incorporarse y observar su perímetro más cercano, notó que a menos de dos metros suyo, un bebé de menos de un año lo miraba desde su cochecito con ternura, pero algo en los ojos del pequeño le pareció mortalmente sospechoso, podía sentir la pólvora en esos ojitos redondos negros dinamitándose desde el cráneo del lactante. Mirando a la madre del infante entró en pánico y se puso a gritar:

-¡Señora esa guagua va a explotar!, ¡Va a explotar! ¡Va a explotar!



Y sí, explotó,  una explosión de llantos y caca por culpa de los gritos del paranoico sujeto que tenía enfrente al que el pobre crío sólo le había dedicado una sonrisa. A pesar de que el hedor que emanaba de las heces del muchachito combinado con su llanto estruendosamente agudo bien permitían mirarlo como un arma peligrosa, ello no fue justificación razonable para impedir el lío que se armó en el parque. La madre del neonato llorando al compás de su hijo, la vigilancia municipal a su alrededor consolándola llamando por radio a carabineros y gente que intentó agarrar a este loco de mierda que nunca debió salir a algún espacio público en el que hubiera presencia de niños. Armando empero, no fue alcanzado por la turba pues al instante siguiente de gritar viendo la cara del bebé ponerse roja a punto de estallar en tolueno, salió corriendo por su vida como una gazela  aventajando en casi un kilómetro a sus linchadores. 
  


Una vez lejos del peligro enlenteció el paso, respiró hondo, se calmó y entró a un sturbucks que vio enfrente suyo. Lo ponía algo más tranquilo en ese momento un lugar cerrado en el que fuera más difícil estar a punto de tiro. Pidió un café del día. En seguida le volvió la angustia y se puso a pensar. ¿Un niño bomba? ¿Miedo a que una inocente guagüita explotara enfrente suyo? ¿Qué significaba eso? ¿Qué locura era esa? ¿Qué había hecho? ¿En qué momento se había metido en toda esta paranoia? Lo que antes era un momento de relajo adentro del baño se había vuelto en nueve días en un chaleco antibalas.  ¿Tan mal estaba su vida? ¿Tan sólo se encontraba en el mundo para que nadie le hubiera impedido caer en toda esta mierda?. Podía ir a lo mejor a la policía, pero ¿cómo ir donde los pacos a explicarles que estaba arrancando de un crimen que él mismo había encargado? Lo encerrarían en un loquero antes de que pudiera explicar nada.


Actualizó derrepente desde su teléfono móvil el estado de facebook escribiendo en su muro “miedo a morir”. A lo mejor ese críptico mensaje enganchaba a alguien con quien pudiera comenzar alguna contenedora conversación, recibir algún concejo, desahogarse aunque fuera. Sólo consiguió dos likes, un comentario respondiéndole que todos teníamos ese miedo y otro al que le encantaba la letra de esa canción. Estaba absolutamente solo. Si sencillamente pudiera arreglarlo, si Dios le diera una señal de que no debía morir, de que él, Armando, era importante para alguien, que alguien se le acercara en ese mismo momento a ayudarlo, a apoyarlo. Súbitamente, como si de una señal de cielo se tratara, escucha que muy cerca suyo alguien lo llama:

-¿Armando?
Se dió vuelta incorporándose.
-Está listo su café.





 Pudo ver la sonrisa del garzón entregándole la bebida. Fue una sonrisa tan linda, tan reconfortante, tan acogedora. Enseguida miró a su alrededor observando a la gente que se encontraba en el local. Pudo ver en una mesa sentados a un coach ontológico y su cliente, un arqueólogo recién titulado a quien el entrenador motivacional le hablaba de los desafíos preciosos que le esperaban, le mostraba al joven profesional las maravillas que se le venían como si de una nueva película de la saga de Indiana Jones se tratara. Al propio Armando le dieron ganas de convertirse en arqueólogo de escuchar tanta buena energía. En la otra mesa un grupo de funcionarios despedidos del mineduc tiraban líneas en sus notebooks para levantar una prometedora Otec que los haría pioneros en el mercado educacional. También escucharlos hizo que le dieran ganas de formar parte de tan interesante proyecto. En otra mesa, dos guapas chicas  terminando su relación mientras bebían un café vegano con leche de almendras. Una de ellas le explicaba a la otra que algo había ocurrido en el viaje al Elqui a ver el eclipse y se enamoró de un hombre que conoció allá. Se prometieron seguir su corazón pasara lo que pasara, lloraron y se besaron apasionadamente como despedida. A Armando le dieron ganas de hacer un trío con ellas, pero sobre todo, de unirse a esa bella promesa de seguir en cualquier circunstancia lo que le dictara el corazón. Al fondo justo a la entrada del local,  pudo divisar un afiche pegado en la pared que decía “eres especial y mereces ser feliz”.


Armando se dio cuenta de que el mundo era un lugar precioso, lleno de desafíos y sueños por cumplir y del que quería seguir formando parte, del que aún no se quería ir. Por primera vez en varios días esbozó una sonrisa y ni siquiera el momento incómodo que provocó el vendedor ambulante que ingresó a comercializar ilegalmente al local pudo empañar ese instante de tanta claridad y paz.

¡La vida es maravillosa!- Gritó lleno de alegría.
¡Y llena de proyectos que tú podrás cumplir!- Le dijo el coach ontológico pasándole su tarjeta.

Armando la tomó y dejando su café sin tocar, salió raudo del local. Sabía finalmente lo que tenía que hacer.


Esa misma noche ingresó a la deep web y contactó a Paolo, otro connotado sicario al que le encargó matar a Elmer. Paolo aceptó como pago la información que le sopló Armando acerca del gran encargo que le habían encomendado a Elmer. Paolo se movía en el medio y sabía que si Elmer desaparecía del mapa, lo más probable era que lo contrataran a él para el suculento trabajo pues aquel solía ser su competencia directa en el rubro. Armando no quería echar pié atrás en esta decisión de volver a vivir, así que pidió a Paolo que rompieran todo tipo de contacto si por algún motivo se arrepentía.


Era el décimo día sin morir y Armando se sentía distinto, mejor, renovado. Cambió su perfil de instagram, embelleció su currículum en linkedin y recibió muchísimos enhorabuena de sus contactos cuando lo hizo. Era un manantial de buena energía. El nuevo Armando ya no posteaba cosas deprimentes en face, sólo buena onda, buenos deseos para todos, imágenes bellas, videos de optimismo, charlas ted, canciones bellas. No tenía aún noticias de Paolo, pero ya llegarían. Había que esperar que las cosas buenas ocurrieran pues éstas llegan cuando se abraza la vida y se sigue el camino del corazón, el nuevo Armando lo sabía, realmente lo sabía.


Al onceavo día sin morir, pero el tercero de su renacer desde la iluminación en Sturbucks, volvió a caminar por el parque, esta vez mucho más aliviado, mirando a la gente, sonriéndole a los niños que pasaban a su lado. Se sentó en una banca y se puso a mirar el panorama de ese lindo día otoñal. Veía a los niños jugar, disfrutar de la vida. Veía cómo disfrutaban sin preguntarse si en ese disfrute eran lo suficientemente talentosos como para que la sociedad les diera su visto bueno, la autorización de que eran lo suficientemente expertos en columpiarse, en bajar por el refalín, en correr detrás de una pelota. No evaluaban, no hacían un balance de si acaso lo estaban pasando bien, lo pasaban bien y listo, la vida fluía tal cual era, se hacían cargo de la vida de la única manera que alguien puede hacerse cargo de ella; viviéndola.


Hacerse cargo de su vida, esas palabras resonaron en Armando que las empezó a reflexionar ahí sentado. Él debía hacerse cargo de sus decisiones, nadie más debía hacerlo por él. Eso era justamente lo que estaba haciendo ¿O no?. Se puso sin saber porqué a pensar en Elmer. Debiera ser él el que se tuviera que hacer cargo de ubicar a Elmer para terminar con todo esto ¿Porqué pagaría Elmer con su vida un cambio de decisión que era de Armando? Bueno, porque era un asesino a sueldo y ese era su juego. Un sicario más o un sicario menos en el mundo ¿qué importaba? Era justo además que muriera en su ley.


Y sin embargo ¿acaso él, Armando, no decidió jugar a ese mismo juego? ¿No era acaso hacerse cargo de la vida sencillamente vivirla a toda costa, tanto si se juega a columpiarse en un parque como si se juega el juego de la muerte? Hacer pagar a los demás por las decisiones propias ¿Es eso realmente un cambio genuino? ¿Un cambio maduro? ¿Se le puede llamar a eso realmente crecimiento personal? Reflexionó en el tema mientras caminaba de vuelta a su casa.


Definitivamente no, los demás no pueden pagar por las propias decisiones. Armando fue quien tomó la decisión de morir y se dio cuenta que debía afrontarla. Se dio cuenta de cómo eran las cosas, aunque le doliera. Se jactaba de hacerse cargo de su muerte cuando realmente no se había hecho cargo de nada, absolutamente de nada. Era un niño que jugando con fuego, tomaba una decisión y después no se hacía cargo de las consecuencias de ella.  Ahora sí hablaba y pensaba como un hombre, un hombre de verdad, no el niño que le pidió a Paolo que lo salvara de sus decisiones matando a Elmer, no el niño que había sido hasta ahora.


Buscó en la deep web y encontró a Mauro y le encargó matar a Paolo para que así no matara a Elmer para que Elmer lo matara a él. Mauro permitía que le pagaran después de efectuado el trabajo, pero mataba al cliente que no le cancelara posterior a veinticuatro horas de consumado el homicidio. Armando no tenía como pagarle pero de todos modos, para esas alturas ya lo habría matado Elmer, y si no, en el peor de los casos moriría a manos de Mauro cumpliendo su cometido.   


Día diez y nueve en la noche y aún no pasaba nada, ni Elmer lo mataba ni tenía noticias de Paolo o de Mauro. A lo mejor Elmer ya estaba muerto, o a lo mejor sencillamente encontró tan poco atractivo hacer este encargo gratuito que simplemente lo olvidó. También era una posibilidad que la incesante cagadera de miedo que había tenido los últimos días le hubieran imposibilitado a su sicario encontrar un momento digno para matarlo conforme al trato que habían hecho. No lo sabía, pero de cualquier manera había sido claro en que pasara lo que pasara, el hecho debía consumarse a más tardar el día veinte lo que lo hacía suponer que de encontrarse Elmer con vida, la de él estaba llegando a su fin esa noche.


Deseaba que Paolo hubiera matado a Elmer y que Mauro no hubiera matado a Paolo. De cualquier manera, si todo eso había ocurrido, Mauro lo mataría al día siguiente cuando se diera cuenta que nunca tuvo como pagarle, su suerte de cualquier modo estaba echada, ese día o al siguiente. Y a pesar de eso, seguía sintiendo remordimiento por encargar la muerte de dos de sus sicarios. ¿Cómo podía causar el mal menor?. Lo ético era dejarse asesinar por Elmer y hacerse cargo de su decisión, pero con eso no lograba impedir que Paolo matara a Elmer y que después Mauro matara a Paolo. Si se dejaba asesinar por la deuda con Mauro, habría hecho morir injustamente a Paolo y a Elmer. Podía intentar el mismo matar a Mauro y así le salvaba la vida a Paolo, pero este iba a matar de todos modos a Elmer. Al parecer, la mejor solución era que él mismo matara a Paolo y así se salvaba Elmer y después Mauro o Elmer lo mataban a él, entonces en ese caso sólo moría uno de los tres sicarios. Ahora bien, si mataba a Paolo y éste ya había matado a Elmer entonces era lo mismo.


 Estaba en esos cálculos cuando derrepente el silencio de la noche fue interrumpido por una balacera intensa de alrededor de un minuto en la calle y por los gritos de la gente en el edificio. Se asomó en seguida a mirar desde su ventana. Logró divisar en el pavimento los cadáveres de sus tres sicarios. Se quedó mirando unos minutos en silencio la escena mientras la calle se llenaba de curiosos y de carabineros. Mientras miraba con tristeza el dantesco escenario que acontecía abajo se puso a pensar. No tenía interés en vivir en un mundo tan cruel, tan sombrío, tan lleno de odio. Tomó su teléfono celular y posteó en su facebook “me creo la muerte”, lo copio y pegó en su twitter e instagram. Subió después al último piso del edificio donde vivía y se arrojó al vacío. Recibió dos likes en face de las mismas personas de siempre, uno de ellos era emoticón de “me divierte” un like en instagram, nada en twitter.



domingo, 1 de septiembre de 2019

LA FÓRMULA.



“El poder se expande de manera capilar”. M. Foucault.

Joaquín estaba siempre a punto de orinarse en clases durante los meses de invierno. A veces incluso algo de orina se colaba en el pantalón plomo del uniforme sin que lo pudiera evitar. No era que no fuera al baño en los recreos porque iba y dos veces, pero el frío en esas salas de baldosa de la precordillera hacían que la orina volviera en cosa de minutos como si la vejiga quisiera estar a tono con esas nubes negras semicondensadas a punto de no aguantar más y mojarlo todo bajo ellas.  Era inútil, la profesora jamás lo dejaba ir.  Estaba bien que actuara así,  era lo que se esperaba de ella como formadora; forjar hombres íntegros, auténticos líderes que controlaran sus impulsos y pasiones, era el proyecto de ser humano que buscaba el colegio.

Así que un día, a sus ocho años, Joaquín atendió a sus circunstancias, aprendió a ponerse rígido y logró aguantar sin titubear hasta el recreo. Fue el descubrimiento de una fórmula maravillosa; posición erguida, columna recta, pelvis contraída, manos apretadas y se podía durar varias horas con la orina retenida.

Terminados los estudios escolares fue a la mejor universidad, para ser el mejor abogado e ingresar al mejor estudio. No era fácil soportar la presión que eso implicaba y muchas veces hubiera querido dejar el derecho y dedicarse a la ciencia política, la carrera que siempre quiso estudiar. Pero cuando esos sentimientos venían y amenazaban desbordarlo, recurría a su exitosa fórmula; posición erguida, columna recta, pelvis contraída, manos apretadas y se podían pasar varias horas de estudio y memorización de códigos jurídicos.

Se tituló con honores y entró a trabajar un prestigioso estudio de abogados, la carga laboral era muchísima y también las expectativas de sus jefes, los socios dueños del estudio. Todo era para ayer y los clientes por estar dispuestos a pagarle al estudio las horas que fueran necesarias, eran clientes a las horas que quisieran serlo. No existía el después del trabajo y muchas veces tampoco los fines de semana. En esos momentos Joaquín volvía a pensar en la vida que hubiera tenido de haber sido cientista político; analista de algún medio, eminente escritor o académico, consultor de algún organismo internacional quizás. Pero se sacaba de la cabeza esos angustiosos pensamientos ocupando su fórmula ya probada; posición erguida, columna recta, pelvis contraída, manos apretadas y se podían pasar diez horas de corrido arreglando contratos, tramitando posiciones efectivas, revisando escritos, hablando con clientes y resolviendo todo tipo de litigios.


Con el tiempo llegó a convertirse en socio del estudio porque después de acostumbrarse a soportar tantas horas sentado, su trabajo resultaba ser sumamente productivo. Era un jefe trabajólico y muy exigente con sus empleados. Todo era exigencia. Marta, su secretaria, aprendió a trabajar horas extras, a tener todo perfecto, a acostumbrarse a ese ritmo de trabajo. Para eso, en los momentos de flaqueza, cuando estaba a punto de llorar, ella encontró una excelente fórmula; aprendió a ponerse rígida:   posición erguida, columna recta, pelvis contraída, manos apretadas y se podía durar varias horas haciendo los informes de su jefe y aguantando sus ataques de rabia.

Marta llegaba a su casa tan cansada después de hora y media entre metro y micro, que pocas energías le quedaban para poder atender las necesidades de Carlos, su hijo pequeño de cuatro años. Muchas veces perdía la paciencia con el niño de lo estresada que estaba. A Carlitos le costó entender que su madre no era capaz de satisfacer sus necesidades de niño. Una noche Carlitos se orinó en la cama y a la mañana siguiente cuando Marta se dio cuenta al entrar a su pieza a despertarlo colapsó del estrés, le gritó y lo golpió, porque para colmo entre cambiarle las sábanas y dejar el colchón de la cama ventilándose se le hizo tarde para llegar al trabajo. Para el pobre Carlitos fue un hecho traumático pues nunca había sido golpeado por su madre. 

Así que desde ese entonces, cada vez que Carlitos tenía ganas de orinar en las noches encontró una fórmula genial, se ponía rígido; posición erguida, columna recta, pelvis contraída, manos apretadas y se podía durar varias horas con la orina retenida.