A sus 35 años, a Armando se le
había ido la vida sin haberla vivido; sin trabajo, sin familia feliz con la que
aparecer en el perfil de facebook o en el de whatsapp, sin pagar su línea de
crédito, sin proyectos en linkedin, sin nada con lo que actualizar instagram. Llegó siempre atrasado a todos lados y
también lo hizo al tren de la prosperidad, ese que lo conduciría a poder
ostentar al mundo algo de lo que sentirse orgulloso: una ecografía, un anillo de matrimonio, una carta
de aceptación de algún doctorado, una
foto con algún niño haitiano pobre. Nada. Ni siquiera pudo dar el palo al gato
con esos aciertos contingentes que salvan a último minuto del fracaso; un video
de youtube donde inventara algún baile absurdo que se pusiera de moda, un cáncer al que le estuviera ganando, una salida
del closet para tener varios like más que no fuera. No, no aprovechó sus
oportunidades, no supo verlas, no se atrevió a dar el paso, se le acabó el
tiempo, no la hizo, definitivamente no la hizo. Lo sabía y no le hallaba sentido
a jugar los descuentos del partido de su vida, un partido imposible de remontar
y que estaba perdiendo por goleada.
Pero tampoco se atrevía a
terminar con todo por el mismo, a silbar el pitazo final de su propia
existencia. Así que contrató un sicario
para que lo hiciera. Contrató un sicario para que le diera la muerte que él no
se atrevía a darse. Se llamaba Elmer, era bueno, lo buscó en la “deep web”. Era
caro también, pero el asesino a sueldo encontró tan triste su historia que ni
las balas le cobró aduciendo a que Armando le serviría de sparring de ensayo en
algunos métodos que debía pulir para un encargo importante que tenía pronto.
Armando no quería arrepentirse de su decisión así que una vez hecho el trato en
un lúgubre café con piernas del centro de Santiago, le rogó a su homicida que
perdieran todo contacto por más que insistiera. Le pidió encarecidamente que el
crimen fuera dentro de los veinte días siguientes a la conversación sostenida
en el lujurioso café. Le exigió además que fuera cuando estuviera solo, nunca
con sus seres queridos, no tenía derecho a traumatizarlos. Tampoco cuando
estuviera en el baño sentado en el trono o descargando sus tensiones-cosas que
hacía con cierta frecuencia- pues consideraba indigno que encontraran su
cadáver en esas incómodas circunstancias.
Los primeros tres días del
comienzo del plazo fatal no pasó nada. Armando se sentía extrañamente aliviado
como si hubiera sido tan absurdo haber acordado por encargo su propia muerte que
no tuviera noción de que realmente fuera a consumarse aquel insólito hecho.
Pero su alivio tenía que ver también con otra cosa, con algo aún más profundo.
Podía sentir que había salido del letargo de su vida y le había dado finalmente
a esta un rumbo, aunque ese rumbo fuera terminar con ella. Sentía que había
hecho algo por él y para él mismo, había tomado una decisión que sin haber sido
comunicada ni sometida a la aprobación de nadie, tenía para él un valor. Ya no
se trataba de él para los parámetros de los demás, se trataba de su propia
existencia, de haber hecho algo que tenía que ver con ella. Sentía por primera
vez que tenía un sentido, se sentía un triunfador y podía sentirlo sin
necesidad de que el mundo tuviera que darle galardones. Si su vida no era la
que él deseaba y no veía posibilidad de que eso cambiara, la actitud valiente
era la de terminar con ella en vez de estar culpando al mundo por su desgracia
y esperando que la vejez o cualquier otra circunstancia lo condujeran
pasivamente a la muerte. Se sentía orgulloso de sí mismo.
Curiosamente, fue este
sentimiento el que por ahí por el día quinto sin que aún lo mataran, hizo que
emergiera en él una sensación de reconciliación con la vida y una consiguiente
angustia a la muerte que le esperaba a manos de su sicario. El día seis lo
intentó contactar para cancelar el trato, pero Elmer era un profesional en su
trabajo y se encontraba inubicable tal como Armando se lo había pedido. Su
paranoia fue en aumento desde el día siete y las cosas se le pusieron horribles.
El peligro de morir estaba en todos lados. Empezó a pasar varias horas
encerrado en el baño haciendo alguna de las cosas privadas que según las
cláusulas del trato lo ponían a salvo de ser eliminado, o bien simulando que
las estaba haciendo. incluso a veces las hacía al mismo tiempo para
asegurarse de no correr peligro.
El día nueve sin ser asesinado,
decidió salir a dar vueltas por el parque cercano a su casa para tranquilizarse
y pensar qué hacer. No lograba sacarse de la cabeza el miedo a morir de un
segundo a otro, todo le parecía peligroso. No solo lo angustiaba el cuándo sino
el cómo, no sabía el método que Elmer utilizaría. A lo mejor sería un simple
balazo, pero si Armando era un “crimen de ensayo” para la muerte de un pez
gordo, bien podría ser que su homicida empleara un método más sofisticado.
Envenenamiento, una puñalada…una bomba. ¡Claro! ¡Una bomba! ¡Que muerte más
acorde al crimen de un poderoso! ¡Elmer ensayaría con él la explosión de una
bomba! De un momento a otro, todo en el parque le parecía un aparato
explosivo encubierto. Veía perros bomba, organilleros bomba, niños bomba. Al
incorporarse y observar su perímetro más cercano, notó que a menos de dos
metros suyo, un bebé de menos de un año lo miraba desde su cochecito con
ternura, pero algo en los ojos del pequeño le pareció mortalmente sospechoso,
podía sentir la pólvora en esos ojitos redondos negros dinamitándose desde el
cráneo del lactante. Mirando a la madre del infante entró en pánico y se puso a
gritar:
-¡Señora esa guagua va a
explotar!, ¡Va a explotar! ¡Va a explotar!
Y sí, explotó, una explosión de llantos y caca por culpa de los gritos del paranoico sujeto que tenía enfrente al que el pobre crío sólo le había dedicado una sonrisa. A pesar de que el hedor que emanaba de las heces del muchachito combinado con su llanto estruendosamente agudo bien permitían mirarlo como un arma peligrosa, ello no fue justificación razonable para impedir el lío que se armó en el parque. La madre del neonato llorando al compás de su hijo, la vigilancia municipal a su alrededor consolándola llamando por radio a carabineros y gente que intentó agarrar a este loco de mierda que nunca debió salir a algún espacio público en el que hubiera presencia de niños. Armando empero, no fue alcanzado por la turba pues al instante siguiente de gritar viendo la cara del bebé ponerse roja a punto de estallar en tolueno, salió corriendo por su vida como una gazela aventajando en casi un kilómetro a sus linchadores.
Una vez lejos del peligro
enlenteció el paso, respiró hondo, se calmó y entró a un sturbucks que vio
enfrente suyo. Lo ponía algo más tranquilo en ese momento un lugar cerrado en
el que fuera más difícil estar a punto de tiro. Pidió un café del día. En
seguida le volvió la angustia y se puso a pensar. ¿Un niño bomba? ¿Miedo a que
una inocente guagüita explotara enfrente suyo? ¿Qué significaba eso? ¿Qué
locura era esa? ¿Qué había hecho? ¿En qué momento se había metido en toda esta
paranoia? Lo que antes era un momento de relajo adentro del baño se había
vuelto en nueve días en un chaleco antibalas. ¿Tan mal estaba su vida? ¿Tan sólo se
encontraba en el mundo para que nadie le hubiera impedido caer en toda esta
mierda?. Podía ir a lo mejor a la policía, pero ¿cómo ir donde los pacos a
explicarles que estaba arrancando de un crimen que él mismo había encargado? Lo encerrarían en un loquero antes de que pudiera explicar nada.
Actualizó derrepente desde su
teléfono móvil el estado de facebook escribiendo en su muro “miedo a morir”. A
lo mejor ese críptico mensaje enganchaba a alguien con quien pudiera comenzar
alguna contenedora conversación, recibir algún concejo, desahogarse aunque fuera. Sólo
consiguió dos likes, un comentario respondiéndole que todos teníamos ese miedo
y otro al que le encantaba la letra de esa canción. Estaba absolutamente solo.
Si sencillamente pudiera arreglarlo, si Dios le diera una señal de que no debía
morir, de que él, Armando, era importante para alguien, que alguien se le acercara
en ese mismo momento a ayudarlo, a apoyarlo. Súbitamente, como si de una señal
de cielo se tratara, escucha que muy cerca suyo alguien lo llama:
-¿Armando?
Se dió vuelta incorporándose.
-Está listo su café.
Pudo ver la sonrisa del garzón entregándole la bebida. Fue una sonrisa tan linda, tan reconfortante, tan acogedora. Enseguida miró a su alrededor observando a la gente que se encontraba en el local. Pudo ver en una mesa sentados a un coach ontológico y su cliente, un arqueólogo recién titulado a quien el entrenador motivacional le hablaba de los desafíos preciosos que le esperaban, le mostraba al joven profesional las maravillas que se le venían como si de una nueva película de la saga de Indiana Jones se tratara. Al propio Armando le dieron ganas de convertirse en arqueólogo de escuchar tanta buena energía. En la otra mesa un grupo de funcionarios despedidos del mineduc tiraban líneas en sus notebooks para levantar una prometedora Otec que los haría pioneros en el mercado educacional. También escucharlos hizo que le dieran ganas de formar parte de tan interesante proyecto. En otra mesa, dos guapas chicas terminando su relación mientras bebían un café vegano con leche de almendras. Una de ellas le explicaba a la otra que algo había ocurrido en el viaje al Elqui a ver el eclipse y se enamoró de un hombre que conoció allá. Se prometieron seguir su corazón pasara lo que pasara, lloraron y se besaron apasionadamente como despedida. A Armando le dieron ganas de hacer un trío con ellas, pero sobre todo, de unirse a esa bella promesa de seguir en cualquier circunstancia lo que le dictara el corazón. Al fondo justo a la entrada del local, pudo divisar un afiche pegado en la pared que decía “eres especial y mereces ser feliz”.
Armando se dio cuenta de que el
mundo era un lugar precioso, lleno de desafíos y sueños por cumplir y del que
quería seguir formando parte, del que aún no se quería ir. Por primera vez en
varios días esbozó una sonrisa y ni siquiera el momento incómodo que provocó el
vendedor ambulante que ingresó a
comercializar ilegalmente al local pudo empañar ese instante de tanta claridad y
paz.
¡La vida es maravillosa!- Gritó
lleno de alegría.
¡Y llena de proyectos que tú
podrás cumplir!- Le dijo el coach ontológico pasándole su tarjeta.
Armando la tomó y dejando su
café sin tocar, salió raudo del local. Sabía finalmente lo que tenía que hacer.
Esa misma noche ingresó a la deep
web y contactó a Paolo, otro connotado sicario al que le encargó matar a Elmer.
Paolo aceptó como pago la información que le sopló Armando acerca del gran
encargo que le habían encomendado a Elmer. Paolo se movía en el medio y sabía
que si Elmer desaparecía del mapa, lo más probable era que lo contrataran a él
para el suculento trabajo pues aquel solía ser su competencia directa en el
rubro. Armando no quería echar pié atrás en esta decisión de volver a vivir,
así que pidió a Paolo que rompieran todo tipo de contacto si por algún motivo
se arrepentía.
Era el décimo día sin morir y Armando se sentía distinto, mejor, renovado. Cambió su perfil de instagram, embelleció
su currículum en linkedin y recibió muchísimos enhorabuena de sus contactos
cuando lo hizo. Era un manantial de buena energía. El nuevo Armando ya no posteaba cosas deprimentes en face, sólo buena onda, buenos deseos para todos,
imágenes bellas, videos de optimismo, charlas ted, canciones bellas. No tenía
aún noticias de Paolo, pero ya llegarían. Había que esperar que las cosas
buenas ocurrieran pues éstas llegan cuando se abraza la vida y se sigue el
camino del corazón, el nuevo Armando lo sabía, realmente lo sabía.
Al onceavo día sin morir, pero el
tercero de su renacer desde la iluminación en Sturbucks, volvió a caminar por
el parque, esta vez mucho más aliviado, mirando a la gente, sonriéndole a los
niños que pasaban a su lado. Se sentó en una banca y se puso a mirar el
panorama de ese lindo día otoñal. Veía a los niños jugar, disfrutar de la vida.
Veía cómo disfrutaban sin preguntarse si en ese disfrute eran lo
suficientemente talentosos como para que la sociedad les diera su visto bueno,
la autorización de que eran lo suficientemente expertos en columpiarse, en
bajar por el refalín, en correr detrás de una pelota. No evaluaban, no hacían
un balance de si acaso lo estaban pasando bien, lo pasaban bien y listo, la
vida fluía tal cual era, se hacían cargo de la vida de la única manera que
alguien puede hacerse cargo de ella; viviéndola.
Hacerse cargo de su vida, esas
palabras resonaron en Armando que las empezó a reflexionar ahí sentado. Él
debía hacerse cargo de sus decisiones, nadie más debía hacerlo por él. Eso era
justamente lo que estaba haciendo ¿O no?. Se puso sin saber porqué a pensar en
Elmer. Debiera ser él el que se tuviera que hacer cargo de ubicar a Elmer para
terminar con todo esto ¿Porqué pagaría Elmer con su vida un cambio de decisión
que era de Armando? Bueno, porque era un asesino a sueldo y ese era su juego.
Un sicario más o un sicario menos en el mundo ¿qué importaba? Era justo además
que muriera en su ley.
Y sin embargo ¿acaso él, Armando, no
decidió jugar a ese mismo juego? ¿No era acaso hacerse cargo de la vida
sencillamente vivirla a toda costa, tanto si se juega a columpiarse en un
parque como si se juega el juego de la muerte? Hacer pagar a los demás por las
decisiones propias ¿Es eso realmente un cambio genuino? ¿Un cambio maduro? ¿Se le
puede llamar a eso realmente crecimiento personal? Reflexionó en el tema
mientras caminaba de vuelta a su casa.
Definitivamente no, los demás no
pueden pagar por las propias decisiones. Armando fue quien tomó la decisión de
morir y se dio cuenta que debía afrontarla. Se dio cuenta de cómo eran las
cosas, aunque le doliera. Se jactaba de hacerse cargo de su muerte cuando
realmente no se había hecho cargo de nada, absolutamente de nada. Era un niño
que jugando con fuego, tomaba una decisión y después no se hacía cargo de las
consecuencias de ella. Ahora sí hablaba
y pensaba como un hombre, un hombre de verdad, no el niño que le pidió a Paolo
que lo salvara de sus decisiones matando a Elmer, no el niño que había sido
hasta ahora.
Buscó en la deep web y encontró a
Mauro y le encargó matar a Paolo para que así no matara a Elmer para que Elmer
lo matara a él. Mauro permitía que le pagaran después de efectuado el trabajo,
pero mataba al cliente que no le cancelara posterior a veinticuatro horas de
consumado el homicidio. Armando no tenía como pagarle pero de todos modos,
para esas alturas ya lo habría matado Elmer, y si no, en el peor de los casos
moriría a manos de Mauro cumpliendo su cometido.
Día diez y nueve en la noche y
aún no pasaba nada, ni Elmer lo mataba ni tenía noticias de Paolo o de Mauro. A
lo mejor Elmer ya estaba muerto, o a lo mejor sencillamente encontró tan poco atractivo
hacer este encargo gratuito que simplemente lo olvidó. También era una
posibilidad que la incesante cagadera de miedo que había tenido los
últimos días le hubieran imposibilitado a su sicario encontrar un momento digno
para matarlo conforme al trato que habían hecho. No lo sabía, pero de cualquier
manera había sido claro en que pasara lo que pasara, el hecho debía consumarse a más tardar el día veinte lo que lo hacía suponer que de encontrarse Elmer con vida, la de
él estaba llegando a su fin esa noche.
Deseaba que Paolo hubiera matado
a Elmer y que Mauro no hubiera matado a Paolo. De cualquier manera, si todo eso
había ocurrido, Mauro lo mataría al día siguiente cuando se diera cuenta que
nunca tuvo como pagarle, su suerte de cualquier modo estaba echada, ese día o
al siguiente. Y a pesar de eso, seguía sintiendo remordimiento por encargar la
muerte de dos de sus sicarios. ¿Cómo podía causar el mal menor?. Lo ético era
dejarse asesinar por Elmer y hacerse cargo de su decisión, pero con eso no
lograba impedir que Paolo matara a Elmer y que después Mauro matara a Paolo. Si
se dejaba asesinar por la deuda con Mauro, habría hecho morir injustamente a
Paolo y a Elmer. Podía intentar el mismo matar a Mauro y así le salvaba la vida a
Paolo, pero este iba a matar de todos modos a Elmer. Al parecer, la mejor
solución era que él mismo matara a Paolo y así se salvaba Elmer y después Mauro
o Elmer lo mataban a él, entonces en ese caso sólo moría uno de los tres
sicarios. Ahora bien, si mataba a Paolo y éste ya había matado a Elmer entonces
era lo mismo.
Estaba en esos cálculos cuando derrepente el
silencio de la noche fue interrumpido por una balacera intensa de alrededor de
un minuto en la calle y por los gritos de la gente en el edificio. Se asomó en
seguida a mirar desde su ventana. Logró divisar en el pavimento los cadáveres
de sus tres sicarios. Se quedó mirando unos minutos en silencio la escena
mientras la calle se llenaba de curiosos y de carabineros. Mientras
miraba con tristeza el dantesco escenario que acontecía abajo se puso a pensar.
No tenía interés en vivir en un mundo tan cruel, tan sombrío, tan lleno de
odio. Tomó su teléfono celular y posteó en su facebook “me creo la muerte”, lo
copio y pegó en su twitter e instagram. Subió después al último piso del
edificio donde vivía y se arrojó al vacío. Recibió dos likes en face de las
mismas personas de siempre, uno de ellos era emoticón de “me divierte” un like
en instagram, nada en twitter.
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