-Habrá un ministro dando la
comunión para celíacos en la fila izquierda a la fila central- señaló el
sacerdote que oficiaba la misa. Amaro miró la fila para celíacos y se levantó con
decisión de su silla a recibir la hostia. Al pararse, Cecilia, su
madre, que estaba sentada al lado suyo, le apretó fuerte la muñeca y lo miró
asintiendo. Una lágrima de emoción se derramó de uno de los ojos de la mujer.
No fue un proceso nada fácil para
Amaro; asumir, aceptar y querer su condición celíaca, fue un tema de años y de mucho
dolor. Desde chiquitito había señales de su tendencia. Los demás niños comían
ramitas, papas fritas o merenguitos hasta llenarse en los cumpleaños de primos
o compañeros de colegio y su madre notaba que Amaro era distinto. A él no le gustaba, notaba que comía poco,
que prefería las frutas. Muy de vez en cuando, obligado por su padre o la
presión de sus compañeros, trataba de comer frituras, pero siempre fue a
disgusto y para complacer a los demás, no estaba en su naturaleza biológica
hacerlo.
Ya en la adolescencia, con las
primeras fiestas y salidas nocturnas, la situación no cambiaba. Todos comiendo
lomitos, hot dogs y él nada. En los veranos cuando iban a la playa era un
sufrimiento acompañar a sus amigos a comerse algo para el bajón después del carrete. Y no era que le faltara ocasión de comer comida chatarra, confites,
tortas, pasteles. Le llovían los alimentos con gluten, se los ofrecían siempre,
pero a él no le gustaban. Sus padres
preocupados, lo llevaron una vez a un nutricionista para ver si su situación
cambiaba. Tenían la esperanza de que el profesional pudiera “arreglarles a su
hijo”, pero después de intentar un tratamiento, el especialista les dijo a sus
padres que él había nacido así, que no iba a cambiar, que era mejor aceptarlo
como era.
Amaro antes de asumirse sin embargo, se
empeño mucho en cambiar para complacer a los demás y lograr ser la persona que
el resto esperaba que fuera. Mientras
estudiaba en la universidad, estuvo durante dos años en una relación de pareja con una chica
llamada Jimena con la que iba todos los fines de semana a comerse un cuarto de
libra con queso al McDonalds. Pero le costaba. Jugaba mucho con las papas
fritas, invertía un buen rato en tomarse la bebida, mucho darle vuelta a la
bandeja y llegado el momento de tener que comerse la hamburguesa, siempre había
alguna excusa. “Yap amor, te las vas a comer o no”, le preguntaba Jimena. Y
venia entonces la justificación para no hacerlo; que le dolía un poco la guata,
que había tomado harto desayuno y no tenía hambre, que estaba apurado. Al final Jimena, harta de tener que comer
siempre sola sintiendo que no lo podía hacer junto a su compañero, le preguntó
un día si le gustaban realmente las hamburguesas. Amaro le dijo sí, que
obviamente le gustaban, era solo que no era tan hambriento como el resto de sus
amigos, a él le daba menos hambre.
Pasó el tiempo y Amaro se fue
haciendo adulto. Sus amigos y primos se empezaban a casar y lo invitaban
constantemente a fiestas de matrimonio. A medida en que la gente veía que en
esas fiestas él nunca comía mucho, empezaron los rumores, se empezó a sospechar
de él. Que a lo mejor no le gustaba la comida, que era anoréxico, que quien
sabe. Pero Amaro intentaba dar señales que ayudaran a callar esos rumores. Trataba
de salir en las fotos de esos matrimonios con algún bocadillo en la mano o
junto a algún plato de comida. Intentaba siempre subir fotos a face o instagram
comiéndose alguna hamburguesa en algún restorán o algún pedazo de torta en
algún café. Eso ayudaba un poco a calmar los rumores aunque las sospechas de
todas formas nunca se iban completamente.
Así pasó el tiempo hasta que un día Manuel, un compañero de
trabajo, lo invitó después de la oficina a una comilona sin gluten que se
llevaría a cabo en un lugar del centro de Santiago. Manuel era abiertamente
celíaco y sospechaba que Amaro también lo era. Amaro aceptó esa invitación, por
curiosidad más que por motivación de acompañar a Manuel. En la mesa central de
la comilona había todo tipo de comida sin gluten. Panecillos, pasteles,
galletas. Amaro coquetió primero con las galletitas, se comió algunas, después
sacó un pedazo de queque, un poco de
esto, un poco del otro. No se dio cuenta cuando en cosa de minutos ya se estaba
atragantando comiendo de todo. Comió como nunca antes lo había hecho. Una
liberación de años de no poder comer, de no poder disfrutar, de no poder ser él
mismo. Vio en esa comilona a algunos conocidos, antiguos compañeros de la
universidad, incluso a un compañero de colegio. Nunca pensó encontrárselos
allí. Tan normales que se veían en sus recuerdos comiendo de todo y sin embargo, eran también
celíacos igual que él.
Amaro frecuentó en varias ocasiones
junto a Manuel esas comilonas y pasado un tiempo, decidió que era momento de
contárselo a su familia. Sabía que no iba a ser fácil. Su madre siempre había
soñado sentar a todos sus hijos y nietos a la mesa a comer frituras, dulces,
cocadas. Manuel no le iba a poder dar ese gusto, y eso le iba a partir a ella el
corazón. Sin embargo debía asumir su condición frente a su familia y así lo
hizo. Fue un día en un almuerzo dominical:
-Amaro hijo, ¿quieres una
empanada?
-No mamá gracias.
-Pero sácate una si están
calentitas y bien buenas, de la mejor panadería.
-No mamá gracias.
-Pero hijo, sácate una empanada
si…
-¡No mamá!, ¡Te he dicho que no!
¡No quiero comer empanadas porque no me gustan! nunca me han gustado las
empanadas y nada que tenga harina, porque soy alérgico al gluten…porque soy….
-¡Ya basta, no nos interesa
escucharlo!-Intervino su padre
-¡Sí papá, sí les interesa
escucharlo!…soy…¡soy celíaco!
En la mesa se generó un silencio
sepulcral. Nadie se atrevía a decir nada. Cecilia lloraba y se secaba las
lágrimas. Jorge, el padre de Amaro, miraba hacia el suelo. Jacinta y José, sus
dos hermanos menores miraban al horizonte y de reojo a los personajes sentados
a la mesa.
-Yo siempre lo supe- Intervino
Jacinta. -Tengo amigos celíacos que te vieron en esas comilonas del centro.
-Y porqué nunca me lo comentaste
hermana- le preguntó Amaro
-Nosé…pensé que era tu vida, y
además tenías que asumirlo tu mismo
-Es culpa nuestra.- Intervino su
padre suspirando y mirando hacia abajo. -Debimos haber sido mejores padres…nosé…haberte
ayudado…haberte llevado más al McDonalds, a carritos de completos…a comer
pizza.
-No papá, no es culpa de nadie.- Le
replicó Amaro. -Yo simplemente soy así, ya lo he asumido y soy tremendamente
feliz. Y no les pido que transformen de un día para otro su manera de comer, o
que de aquí en adelante comamos todos sin gluten, solo les pido que me acepten
así como soy. Que acepten…nosé…que no me voy a poder comer una hamburguesa, o
una torta de mil hojas, o un café con medialuna, pero eso no significa que yo
haya dejado de ser Amaro, el mismo Amaro que siempre han conocido, el que
ustedes aman y los ama a ustedes.
La familia se emocionó, estaban
todos con lágrimas en los ojos. Fue un momento bello, de aceptación, de
abrazos, de una preciosa conexión y crecimiento familiar. Un momento de
verdadero amor.
Ahora estaba ahí, en la misa, frente al
ministro que daba la comunión a celíacos. Porque la iglesia de ahora o al menos
una parte de ella, es también una iglesia evolucionada, una iglesia que de a poco
ha sido capaz de entender que los celíacos son y han sido siempre hijos de
Dios. Dios lo amaba aún con su condición de celíaco, porque Dios lo había hecho así
y era tremendamente feliz de que Amaro lo aceptara. Y ahora, Amaro también era
tremendamente feliz de aceptarlo.
Recibió la comunión con lágrimas
en los ojos. Sintió una palmadita empática del ministro de la comunión en su
hombro, cerró los ojos, respiró hondo y regresó a su asiento.
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