El Vía Crucis comenzaría afuera del templo parroquial alrededor de las dieciocho horas esa tarde semi otoñal. Se recorrería un perímetro de casi un kilómetro a la redonda pasando por las doce estaciones. La procesión daría la vuelta en círculo para culminar el oficio religioso en el punto de inicio, justo afuera de la gran bóveda católica.
Estaban reunidos y listos para iniciar la procesión que conmemoraba el calvario de Cristo hacia la crucifixión. Se inició con las oraciones y ritos de rigor por parte del Padre Marcelo, el sacerdote párroco.
Pero había algo que faltaba y resultaba para todos disonante a la solemnidad de la ceremonia. ¿Dónde estaba la cruz?. No la sostenía el párroco, ni el vicario auxiliar, tampoco los diáconos ministros, ni siquiera los acólitos o alguien de la comunidad. Era un Vía Crucis sin crucifijo alguno que llevar. La omisión estaba causando incomodidad entre los presentes.
Todo se esclareció cuando el Padre Marcelo anunció por megáfono al grupo reunido la llegada del sagrado símbolo:
- Queridos hermanos. No puede haber Vía Crucis sin Cristo, el condenado a morir por nuestros pecados, cargando su cruz. Es el momento en que se acerque a todos nosotros, el Mesías que nos acompañará y dará vida a nuestra procesión. Aquél miembro de nuestra comunidad parroquial que por amor a Dios, pero también a su comuna, ha decidido prestar su cuerpo y alma para revivir en el dolor de sus propias carnes la pasión de Cristo nuestro señor. Le invitamos a pasar por favor y unirse a nosotros.-
Las puertas de la entrada grande del templo parroquial se abrieron de par en par y de él salió un hombre cincuentón gordo y de estatura baja, cargando sobre su hombro derecho una cruz de madera de pino Oregón de dos metros y medio de largo. Pero su performance no consistiría solamente en acarrear el imponente madero. Ojalá hubiera sido eso...de verdad, ojalá hubiera sido solamente eso.
Lamentablemente no.
Vestía sólo un tapa rabos que le cubría sus partes íntimas y una túnica blanca alrededor de su cuerpo. Sobre su cabeza, una corona con verdaderas espinas que ensartadas a su nuca y a su frente, dejaban entrever los primeros hilillos de sangre que se le asoman por la frente.
Costaba creer que fuera cierto...pero lo era.
Se trataba de Miguel Toribio. El alcalde de esa populosa y pujante comuna. Era acompañado a cada lado por funcionarias municipales personificando a las mujeres que habían caminado solidariamente con el salvador en su trayecto al Gólgota. Toribio las había obligado a ello a riesgo de perder sus empleos.
Y es que, cualquier cosa están dispuestos los políticos a hacer en año de elecciones municipales. El poder de una alcaldía, los recursos suculentos de sus generosas ubres fiscales dispuestas a ser sabrosamente exprimidas con por quién resultase ganador, o acaso ser el rostro de la comuna para los matinales, para el gobierno y para todo Chile, no tienen esas cosas parangón en la autorealización de esos aspirantes al sillón local que faltos muchos de ellos de talento en las letras, en los números o en las artes, fueron dotados sin embargo de cierto carisma, capacidad de oratoria, buen olfato del mundo popular y alguna cuota de ambición.
Para quienes como Toribio, iban a pelear un segundo período edilicio, no se podía abandonar esa posición tan duramente ganada, tan cargada culturalmente del imaginario imponente del poder caudillista latinoamericano; todo valía en la empresa de la reelección. Toribio lo entendía perfectamente y no se concebía en el escenario de perder el cargo en las elecciones de Octubre. Estaba dispuesto a todo y, es verdad, a lo mejor fue demasiado lejos. Arriesgó su capital político con esa arremetida hipotecando años de credibilidad. Pero de los arriesgados es el éxito y sobre todo el poder, y Miguel lo sabía.
En todo caso (y Toribio lo sabía también), los siete meses que separaban al Via Crucis de la elección municipal de Octubre, era tiempo suficiente para arreglar lo que pudiera salir mal. Después de todo, eran equivalentes a más de cien días de semana en los que poder acudir como panelista al programa de Feito o de invitado a matinales, o más de veinte fines de semanas para hacer precampaña encubierta por operativos médicos.
Sí, era demasiado tiempo, demasiados bingos, demasiados festivales y encuentros comunitarios. Restaban aún antes del gran día, muchísimos eventos populares con la valiosa información que de cada uno de ellos le proporcionaban a Toribio los operadores desplegados territorialmente (gestores comunitarios de la Dideco) informándole con lujo de detalle en rango etario, género y sectores, la temperatura ambiente del electorado con el fin de fijar la mejor estrategia de campaña de cara a los comicios.
Y sin embargo, y a pesar de todo, quien sabe. A lo mejor no existía estrategia política o tiempo transcurrido alguno que pudiera hacer olvidar lo que en ese Vía Crucis ocurrió. Fue ominoso desde el principio...y ni hablar de la manera en la que terminó... ni qué decir de eso. Era casi imposible borrar de la memoria colectiva la pantomima política , el atentado al bien común que tuvo lugar desde el momento en el que el alcalde Miguel Toribio caminó hacia la calle cruzando el portal del templo.
A medida que iba acercándose al tumulto con el madero a cuestas, la gente lo empezó a reconocer. Se miraban entre todos y varios al Padre Marcelo quien, sabiendo que muchos buscaban en esas miradas una explicación convincente de su parte frente la imbecilidad que estaba ocurriendo, las evadía deliberadamente procurando enfocarse en las funciones de la caminata. En verdad, no fue una decisión fácil para el sacerdote acceder a esta hilarante idea que Toribio le propuso a finales de Febrero. Lo pensó y rezó mucho y después de un profundo discernimiento de varios días y de la promesa del edil si resultaba reelecto, de la remodelación del templo parroquial tan ansiada y necesitada desde hacía tantos años, accedió a prestarse para facilitar al político esta peculiar iniciativa.
Los presentes no tardaron demasiado en pasar de la sorpresa a la indignación. A medida que Toribio caminaba hacia la primera estación, la multitud empezaba a gritarle con violencia:
-¡¡¡La vendiste político ridículo!!!, ¡¡¡Tai dando la cacha!!!,¡¡¡Para tu hueveo, dai vergüenza ajena!!!-
Se agolpaban los celulares en modo cámara filmando la insólita situación. Y cuando no estaban en esa función, los aparatos comunicaban por WhatsApp a los no presentes lo que estaba sucediendo. La rápida difusión de la noticia hizo que el grupo relativamente reducido que solía concretarse para los oficios de semana Santa creciera a razón exponencial en cosa de quince minutos. Nadie quería perderse el show del Alcalde Toribio.
Entre los que se incorporaban, concurrieron algunos jóvenes de blinblinero vestir y epidermis grafitada en tatuajes, ostentando cabellos semi rapados a los costados y vellosidad facial cuidadosamente dibujada por navajas venezolanas. Esas manos llaneras inmigrantes, alfareras de las bellas barbas que gustaba lucir al joven centenial chilensis, metrosexual de un bajo pueblo que desde hacía mucho tiempo prefería identificarse con el estilo del King Vidal y de Pailita que con el de Coca Mendoza o el gato Alquinta. Estaban esos mozalbetes dispuestos al alboroto, acudiendo al lugar con tomates, huevos podridos y otro tipo de desperdicios que con acierto arrojaban al cuerpo del edil. La noticia, que seguía su propia procesión virtual, llego rápidamente a los concejales de oposición que se apersonaron en el sitio del suceso para increpar y tomar registro de lo ocurrido con el fin de viralizarlo en redes sociales:
"Este es el show de nuestro alcalde. Populismo vergonzoso. No se le olvide este triste espectáculo cuando tenga que votar en Octubre. Saquemos el populismo barato de nuestra comuna!!!." Publicaba en su cuenta X uno de los concejales bajo el video subido del edil personificando a Cristo.
Entre los gritos y la agitación, se había perdido completamente la solemnidad de la procesión y el oficio religioso apenas era tomado en cuenta por los comensales. El alcalde sin embargo, seguía estoico su camino de una estación a la siguiente, con la cara llena de sangre por las heridas de la espinosa corona, el hombro derecho gravemente dañado por el peso que cargaba, su túnica manchada de huevos, tomates, restos de pescado y desechos varios que le eran arrojados. La dignidad de su cargo y de su humanidad completa se había perdido en la imagen de ese sujeto con hedor de indigente y demacrado a más no poder, tan sucio y pestilente como quedaban las calles de la comuna después de la jornada de feria libre.
Hemos de admitir cómo los caminos y modos de Dios suelen ser curiosos e insospechados al entendimiento humano. Y es que, a pesar de todo lo que estaba pasando, resultaba asombrosa la manera en la que ese hostil ambiente, ese jaleo colectivo hilarante, había dado un particular realismo al contexto que conmemoraba la pasión de Jesucristo. Era sorprendente la forma en la que ese odio masivo y espontáneo hacia el condenado a morir , reproducía con dramática elocuencia el hito culmine de la cristiandad; era la misma horda populacha que con tétrico halo escatológico a la segunda venida, volvía a lanzar su violencia dos mil años después sobre el hijo del hombre.
Fue por eso que las funcionarias municipales encargadas de caracterizar a las mujeres que acompañaban solidariamente al mesías en su camino, empezaban sin darse cuenta a verse inmersas en sus roles. A eso de la séptima estación, ya no pedían de mala gana a la gente dejar caminar al alcalde. La triste figura de ese estropajo cargando la cruz con rostro sufriente en medio del carnaval de odio dirigido a su persona, las hacía empujar violentamente a quienes se acercaban, se pegaban ellas en el pecho y caían llorando al suelo clamando al cielo por el Cristo. El Padre Marcelo, que también había estado desde el inicio pidiendo respeto a la procesión, gritaba a viva voz a los pecadores que humillaban al salvador. -¡¡¡Va a morir por nuestros pecados!!! Nosotros le hemos condenado.... cómo no lo entienden...cómo no lo entienden!!!!-
La gente ya no nombraba al edil ni se quejaba de su populismo. A medida que la caótica situación se intensificaba y eran todos vaporizados por el sopor de la locura, gritaban cada vez más fuerte que fuera crucificado, que si era el hijo de Dios entonces que se salvará a si mismo y después a la humanidad. En un determinado momento después de la novena estación, Toribio se voltio dirigiéndose a las mujeres dolientes a su alrededor:
-No lloren por mí mujeres... lloren por sus hijos...lloren por sus hijos...-no pudo continuar la frase. Se le apretó la garganta y su rostro ensangrentado se llenó de lágrimas. Suspiró, tragó saliva, dio media vuelta y siguió su camino.
Retornaron por fin a la parroquia a finalizar el Vía Crucis. Porque aunque no lo crean, la cosa no terminó ahí.
Dos funcionarios municipales-gestores comunitarios Dideco- caracterizando a soldados romanos, le retiraron la túnica al edil y lo tumbaron junto a la cruz, dejándolo a torso desnudo y tapa rabos sobre ella. Amarraron con firmeza sus muñecas contra la madera a ambos costados y sus tobillos juntos contra la parte inferior de la estructura. La levantaron enseguida y la hicieron encajar en un pequeño orificio rectangular de cincuenta centímetros de profundidad, perforado en el suelo del patio parroquial especialmente para la ocasión.
Toribio erguido, quedó suspendido en la cruz a más o menos dos metros de altura sobre el suelo, a vista de todos los presentes. Era el escabroso panorama de un hombre cincuentón, semi calvo y semidesnudo, con la sangre chorreante producto de la corona de espinas que aún portaba. La hemorragia capilar a esas alturas le teñía de rojo la completitud del rostro, cuello y desde el pecho bajaba hacia su abultado abdomen. Estaba hediondo y con restos de desechos arrojados en partes varias de su cuerpo.
Hubo unos segundos de silencio solemne de parte de la turba que miraba helada al Cristo crucificado. Algunos rompieron el silencio y se incorporaron en sollozos, que enseguida derivaron en llantos y gemidos de congoja profunda y desesperación. Los jóvenes de blinblinero vestir se abrazaban desolados, las mujeres se desplomaban en el piso golpeando los puños contra el suelo preguntándose a viva voz porqué, porque tenía que morir. Los concejales de oposición con lágrimas en los ojos gritaban que lo soltaran, que se estaba ejecutando a un hombre justo. El padre Marcelo rezaba de rodillas al pie del madero. El grupo entero se había convertido en un sólo llanterío agónico y desconsolado.
Súbitamente, el alcalde percibe que la cuerda que sostenía al crucifijo su muñeca izquierda empieza a ceder hasta soltarle por completo el brazo. La gente al percatarse suspiró sorprendida. Algunos murmuraban que los ángeles habían acudido en su ayuda, otros que lo había hecho el mismo Dios Padre. Pero las celestiales conjeturas se vieron derrumbadas cuando enseguida se suelta también la cuerda atada a los tobillos haciendo girar a Toribio en ciento ochenta grados al lado opuesto al grupo, dejándolo colgado de la cruz únicamente por su brazo derecho aún amarrado.
El violento movimiento hizo ceder también al taparrabos que cayó en seguida al suelo, dejando al edil completamente desnudo a vista de los comensales, afortunadamente para él, dándoles la espalda. La ridícula situación sacó en seguida risas de algunos niños que con cándida picardía hacían a sus madres la certera observación: "ese señor está pilucho". El resto no sabían de momento cómo reaccionar.
Toribio enfurecido gritaba a los funcionarios municipales vestidos de centinelas que lo bajarán enseguida. Como único acto mediante el cual poder catalizar su rabia en ese instante, el líder comunal tomó la corona de espinas de su cabeza con la mano libre que le quedaba y la arrojó violentamente al suelo. Los dos funcionarios vestidos de soldados se acercaron al instante. Mientras se ponían de acuerdo para resolver cómo bajar al edil, la única cuerda que lo sostenía aún a la cruz se soltó. Cayó sentado y para su suerte, nuevamente de espaldas a la gente, para su desgracia, sobre la corona de espinas que había tirado unos segundos atrás.
Las espinas enterrándosele en sus glúteos le hicieron emitir zendo alarido de dolor. Los dos funcionarios se apresuraron a levantarlo uno por cada brazo. Al ponerlo de pie, quedó a la mirada de todos el culo del jefe municipal, coronado del espinoso cintillo que a los segundos se desprendió de las nalgas edilicias cayendo al suelo, instante en el que los funcionarios comenzaron a sacar de la excelentísima raja del ilustre las espinas que permanecían aún incrustadas.
Era una imagen icónica, un símbolo, un compendio, un resumen de la decadencia. Como si el destino hubiese querido graficar toda la crisis moral en la que vivimos coronando con heridas el orto del poder. Como si izquierda y derecha, feminismo y machismo, comunismo y capitalismo, no fueran pares de opuestos en una misma sociedad sino dos cachetes de un mismo poto. Como si el devenir nos dijera que después de todo, esa es la promesa occidental de la democracia, es lo que merecemos: El ano coronado de espinas.
El momento, no cabía dudas, emplazaba a una liberación pulsional colectiva contundente después de tanta intensidad emocional condensada en poco más de una hora. Las risas comenzaron una tras otra, se fueron contagiando, sumándose cada vez más carcajadas, hasta que todo culminó en un estallido estruendoso de risotada general. Las mujeres se abrazaban riéndose mientras miraban al alcalde. Varios intentaban filmar o sacar fotos con sus teléfonos celulares pero los espasmos al reír les hacían imposible coordinar los movimientos y enfocar correctamente sus cámaras.
El Padre Marcelo había caído al suelo de la risa mientras señalaba con su dedo índice hacia la cruz. A ratos volteaba el rostro hacia el piso para intentar recobrar la compostura, pero apenas volvía a mirar en dirección al estúpido suceso, la risa le volvía automáticamente señalando otra vez hacia el epicentro de la charada. Los concejales de oposición tuvieron que tomar asiento en el suelo de tanto reír,-la corona huevón...el culo coronado jajaja - comentaban alegres con funcionarios municipales militantes del partido del alcalde, con los que la relación había sido siempre tensa, peliaguda y al borde de los golpes. La algarabía era completa y siguió aún por una después de que Toribio fue retirado en un vehículo municipal.